CARTA A UNA AMIGA
8 de diciembre, 2009
Querida amiga:
Hoy te escribo para tratar de contarte cómo comenzó esta historia. Me resulta difícil hallar la primera chispa que generó el funcionamiento de este motor maravilloso… a veces pienso que el principio está muy lejos en el tiempo y el espacio, en esos universos invisibles donde los ángeles nos preparan para nacer al mundo. Es como si sembraran una semilla en las profundidades de nuestros corazones. Después la vida mundana transcurre alimentándonos con sus experiencias, fertilizándonos el alma.
Las raíces crecen por dentro, silenciosas, imperceptibles. Nos desespera esta sed de felicidad y buscamos ávidos los éxitos profesionales, la pareja perfecta, las ambiciones económicas, lanzándonos por ese trampolín interminable del “querer poseer cada día algo más”, lo perfecto, lo mejor, la última moda. Hasta que llega ese día preciso en que se extiende el primer brote; es como abrir los ojos por primera vez a los misterios del existir.
A mí me tocó nacer a la realidad con el abrazo de estos seres admirables, los aborígenes de la etnia Mocoví.
Si pudiera relatarte el inicio de esta historia a través de las palabras que nos han expresado estos verdaderos hermanos, sería algo así: la esclavitud y el exterminio de los pueblos originarios no terminó con la colonización, como nos cuentan los libros de historia, sino que persiste hasta nuestros días; aunque con otros escenarios y actores que proceden conciente o inconcientemente –de la misma forma que favorecemos a la contaminación del medio ambiente con nuestras acciones cotidianas, muchas veces hemos sido los verdugos de estos pueblos sin saberlo-.
A principios del Siglo XX los pueblos originarios fueron víctima de lo que llaman LA GRAN MATANZA. En el norte de Argentina, fueron tomadas como prisioneras las familias aborígenes; encerraron en corrales a ancianos, adultos y niños sin diferenciación de edad y los fueron matando uno por uno; dejando impresa en esas almas como última imagen la muerte a machetazos de sus bebés, el degoyamiento de sus padres, los gritos de espanto de los ancianos que habían sido tan respetados y amados en estas culturas.
Mientras masacraban a sus familias, un grupo de niños logró escapar del exterminio y el horror. Buscaron refugio en el Monte Impenetrable, una selva tan temida por sus fieras y peligros hasta el día de hoy, que pocos se aventuraban a internarse en ella. Sin embargo estos chicos algunos de 3 y 5 años, sobrevivieron. Allí crecieron aislados de la cultura que nosotros conocemos. Hasta que alrededor de los años 70, la expansión de la agricultura, la tala de sus bosques, los abusos y el despojo, los tomó una vez más como víctimas. Fueron desterrados y emigraron hacia la zona que hoy habitan; para vivir en los márgenes de una sociedad totalmente ajena. Hasta hace pocos años ni siquiera hablaban nuestro idioma; y aun hoy luchan por insertarse y ser reconocidos como ciudadanos, como seres humanos.
Nos tocó conocerlos ahora, en el siglo XXI. Momento en el que pocos se interesan por preguntar sobre su historia e indagar por qué son tan pobres económicamente. Los de raza “blanca”, creemos que con el desarrollo de nuestras ciencias y su estudio, lo sabemos todo; tenemos esa costumbre de rotular, encasillar, basados en la omnipotencia de los preconceptos. Así que en la era de las “Barbies”, donde las mujeres para ser bellas tienen que cumplir con los requisitos de portar siliconas –cuantas más se coloquen mayor rango de “belleza” alcanzarán-, colágeno para deformar “hermonstruosamente” los labios, etc., a las mujeres aborígenes, dueñas de esa hermosura particular, con esa mirada limpia de quien no conoce alcohol drogas, noches de extravío, ni tantas cosas que han envenenado a las chicas de hoy, las llaman “indias sucias”.
A los niños que tienen esos rostros de ángeles esculpidos, valores humanos, buenos modales, educación que poco a poco vamos perdiendo, los discriminan en la escuela. Así que para ellos estudiar implica -además del esfuerzo, cuando tienen la suerte de tener una escuela a pocos kilómetros, de afrontar el aprendizaje de materias que sus papás desconocen, por lo tanto no pueden ayudarlos a estudiar-, enfrentar cada día la dura realidad de sentirse diferente, de otro color de piel, de otra raza, y digerir cotidianamente el desprecio de sus compañeritos, desaires, bromas pesadas, y tantos etcéteras…
Los hombres inteligentes, como dignos descendientes de esos niños que supieron convivir entre las fieras, aprendieron a nadar en el entramado de esta sociedad, no sólo adoptando el idioma español, sino también esos códigos sin nombre que permiten traducir las acciones, deducir las intenciones, anticipar las finalidades, encender y apagar mecanismos sociales. Gracias a ellos hoy podemos entendernos, comunicarnos, trabajar juntos; ya que no es fácil ser blancos, traer la mochila cargada del sistema educativo europeo. Es impactante descubrir que no era cierto que los “indios” eran salvajes cuando Colón llegó a América –sino que tenían Naciones perfectamente delimitadas geográficamente, organizadas, cada una con su propia lengua y cosmogonía, además de que vivían en armonía entre ellos y con la naturaleza que los rodeaba-; no era cierto que todos murieron durante la conquista –ese concepto nos induce a pensar que ya es tarde, no hay nada que hacer, que son cosa del pasado-. No era verdad que son indios; ese nombre les fue dado al creer erróneamente que las embarcaciones españolas habían llegado a la india. Tampoco son aborígenes, esta palabra significa “sin origen”; ellos tienen origen, son los primeros pobladores de nuestro continente. Son el homo sapiens sapiens que evolucionó de los homínidos que habitaron América, sólo que como aquí no se ha invertido tanto tiempo ni dinero en investigación como en otros lugares, predomina la antigua idea de que la vida comenzó en África y aquí llegó la humanidad quien sabe cómo, volando en globo, cruzando los glaciares a pie o como la creatividad de cada uno decida resolver el enigma.
La problemática de los pueblos originarios es más o menos la misma en la patagonia como en el norte de Argentina. Aparece una multinacional o algún millonario extranjero que compra inmensas extensiones de tierra; de la noche a la mañana les llega a estos pobladores nativos la noticia de que deben abandonar el espacio donde nacieron y vivieron sus ancestros desde tiempos inmemoriales. Ante la negativa viene una seguidilla de intimaciones y procedimientos jurídicos que como no arrojan los resultados esperados se terminan convirtiendo en amenazas, persecución, hasta que a costa de palos y muertes en muchos casos, culminan en desalojo. Las familias desposeídas de todo se lanzan a una odisea en busca de un lugar, merodean por varios pueblos hasta hallar un predio vacío, lo ocupan, levantan un asentamiento. Y allí se reinicia la persecución cuando el propietario del lugar toma conocimiento de que le ocuparon el campo y los gobernantes se ofuscan porque les cae como peludo de regalo el crecimiento de la población, las demandas de los propietarios, los reclamos de “los sin tierra”, que para ese momento ya son “sin tierra - sin trabajo - sin educación – sin salud”.
En el caso puntual de la Comunidad Mocoví que nos robó el corazón, poseen sus extensiones de tierra, y creo que así será por muchos años, ya que por tratarse de una zona que ha sido desmontada y los recursos se han agotado hasta el punto de convertir el paisaje en lo más parecido que he visto a un desierto, no creo que despierte el capricho de comprarla a ningún excéntrico multimillonario. Así que cuando los conocimos, cuando nos conocieron si intento contar a través de lo que nos narraron, eran un manojo de familias que pasaban días sin comer, que querían trabajar pero no podían ya que sus destrezas de cazadores, pescadores, agricultores eran imposibles de ejercer en aquel desierto o en el barrio al margen del pueblo.
Casi habían bajado los brazos.
Durante meses se dedicaron a orar con esa fe inquebrantable. Dicen que habían llegado a un extremo en el cual sólo la intervención divina podía ayudarlos.
Ves, amiga, cuando te digo qué difícil es contar cómo sucedieron las cosas! No se a ciencia cierta si nosotros llegamos a ellos o ellos llegaron a nosotros… y ahora que lo pienso… tampoco sabría decirte si nosotros somos los que los ayudamos a ellos o en realidad son ellos los que nos están salvando de que las vidas se nos pasen así, sin encontrarle un sentido, desconociendo la verdadera magnitud del amor que es capaz de experimentar un ser humano…
Patrice A. Blanco